Una profesión sin regulación con consecuencias para todos

Pocas personas lo saben, pero la profesión de administrador de fincas en España no está regulada legalmente. Esto significa que, a diferencia de otros oficios, cualquiera puede ejercer como administrador sin una formación mínima, sin un título habilitante y sin un control oficial sobre su preparación.

A primera vista puede parecer un detalle sin importancia, pero en realidad este vacío tiene consecuencias que afectan directamente tanto a los administradores como a los propios vecinos.

Por un lado, provoca intrusismo, es decir, personas que, sin conocimientos técnicos ni jurídicos, ofrecen sus servicios como administradores. Esto genera una competencia desleal, pero, sobre todo, comunidades mal gestionadas, errores en cuentas, conflictos mal resueltos y una gran inseguridad en la toma de decisiones. Muchos propietarios contratan a alguien pensando que es “profesional” o que está “colegiado” cuando, en realidad, no existe ningún requisito para acreditarlo.

En este sentido, conviene subrayar que los llamados colegios de administradores de fincas no son colegios profesionales ni oficiales en sentido estricto, ya que la profesión no está regulada y, por tanto, no es un requisito para ejercer la profesión como ocurre, por ejemplo, con los médicos. Esto significa que su pertenencia no garantiza la calidad ni la profesionalidad y pueden colegiarse personas sin formación específica, lo que perpetúa la falta de filtros reales de acceso. Por tanto, la colegiación no puede entenderse como un sello de profesionalidad o de calidad del servicio.

Por otro lado, la ausencia de regulación deja a los administradores que sí se esfuerzan en formarse y trabajar con rigor en una situación de precariedad. Sin un marco legal que reconozca su labor, soportan horarios interminables, responsabilidades enormes y críticas constantes, sin contar con las protecciones que tienen otras profesiones reguladas.

Pero la consecuencia más grave es para los vecinos. Una comunidad de propietarios es, al fin y al cabo, como una pequeña empresa que maneja presupuestos importantes, contrata servicios, responde ante la ley y necesita tomar decisiones trascendentes. Si quien gestiona todo esto carece de conocimientos suficientes o actúa sin responsabilidad, las consecuencias económicas y legales pueden ser muy serias.

La falta de regulación supone también una falta de garantías. Hoy no hay una norma que exija una formación mínima, un código deontológico vinculante o un sistema de control que permita a los propietarios distinguir entre un buen profesional y un simple oportunista. Esa indefinición genera desconfianza y, en muchos casos, una imagen injusta de un sector en el que sí hay administradores muy preparados y entregados, pero cuya labor se ve empañada por la falta de filtros de acceso.

Por eso, hablar de regulación no es un capricho corporativo, es una necesidad de todos. Los administradores ganarían en reconocimiento y seguridad jurídica, y los vecinos tendrían la tranquilidad de saber que quien gestiona su patrimonio común lo hace con la formación y la responsabilidad que exige el cargo.

Mientras tanto, la recomendación para las comunidades es clara, elegir siempre a administradores que acrediten su preparación, que trabajen con transparencia y que demuestren en el día a día su profesionalidad, más allá de si están adscritos a un colegio o no. Porque, hasta que exista una regulación real, la mejor garantía será la experiencia, la confianza y la ética de cada persona.